En esta sociedad occidental y en nuestra propia educación hemos de
erradicar el relativismo mal entendido: aquel que no es capaz de discernir
entre diferencia y desigualdad. Hemos de celebrar las diferencias entre las
personas (de sexo, de creencias y convicciones, de cultura, de aspecto físico,
de carácter, de capacidades, de inclinación sexual) todas ellas legítimas. La
convivencia en el respeto a la diferencia es muestra inequívoca del nivel de
desarrollo moral de una sociedad, en tanto ejercicio de libertad y tolerancia
que enriquece al colectivo. Las desigualdades, por el contrario, son
intrínsecamente injustas en tanto que discriminación basada en prejuicios de
pretendida superioridad.
No deja de asombrarme cómo es posible que en el siglo XXI aceptemos,
asumamos y acatemos las desigualdades dentro de nuestro propio sistema
educativo. Los intentos de desprestigio de la educación pública mediante el
ahogo de sus recursos materiales y humanos están siendo justificados por
nuestros gobernantes por esta pretendida crisis que, cual cruel destino, a
todos alcanza y nos invitan por igual a una estoica resignación; mientras
tanto se favorece el proyecto privatizador de los servicios públicos y se
expande la gestión privada de los centros educativos financiados con fondos
públicos (los conciertos educativos), que en su gran mayoría son confesionales.
Y este dato no es meramente estadístico. La intención es clara. Pero este giro
de la educación pública promueve y consiente la desigualdad, pues en los centros
concertados de la iglesia se discrimina en muchos sentidos, tanto en la
selección del alumnado como en la selección del profesorado, que ha de
“comulgar” con el ideario del centro. Esto atenta contra la propia libertad de
conciencia de alumnos y profesores, vulnerando un derecho fundamental. ¡Y que
esto sea promovido y financiado con los fondos públicos de un estado que se
dice democrático y aconfesional!
Me centraré en esta ocasión en la situación del docente arrancado
de la posibilidad de trabajar en la enseñanza pública, dado el aumento tanto de
horas al profesorado como del número de alumnos por clase, que entre sus muchas
consecuencias conlleva la disminución de puestos docentes que habrán de ser
requeridos -conste que el hecho de que no sean requeridos no quiere en ningún
caso decir que no sean necesarios-. Este docente, cuando se
acerca a los centros concertados, en su mayoría confesionales, en busca de un
trabajo para el que se haya cualificado, tendrá que pasar pruebas varias ya no
vinculadas a demostrar sus méritos académicos (tal como se precisa en todo
proceso selectivo de oposición) sino a poner de manifiesto sus conocimientos y
adhesión hacia una determinada ideología religiosa como es el catolicismo
o sus respectivas órdenes y congregaciones. Cuanto menos
sorprende nuestra dejación a este respecto: si un docente quiere impartir clase
en un centro en el que se practica una determinada pedagogía tiene que
conocerla y estar familiarizado con su método propio de aprendizaje, pero que
el requisito sea adscribirse o estar cercano a una determinada modalidad de
creencia religiosa para impartir matemáticas, o lengua y literatura, no es en
absoluto comparable.
Lo que se pone en juego aquí no es el conocimiento y la práctica
docente sino un derecho fundamental de la persona. Se buscan los datos que
confirmen que uno ha sido formado en dicha ideología religiosa para poder tener
alguna posibilidad de empleo: ya sea por ser antiguo alumno, o bien rastreando
todos y cada uno de los centros en los que se ha estudiado, para inferir de
esos datos el perfil que permita la criba; también se solicitan las antiguas
recomendaciones, que lejos de reconocer el propio mérito vienen a fomentar el
servilismo que exige, como contrapartida, una actitud de agradecimiento y lealtad
por la oportunidad ofrecida; o la nueva y última versión, haber recibido
la pertinente formación para el profesorado en su vertiente religiosa. Respecto
a las entrevistas de trabajo, muchas de las preguntas que se formulan para
poder impartir enseñanza en un centro concertado confesional podemos
calificarlas de inconstitucionales, en tanto vulneran la propia intimidad y son
excusa para la discriminación laboral las cuestiones que habrían de permanecer
en el ámbito del respeto a la privacidad y la libre elección personal.
Toda forma de discriminación a los docentes por sus convicciones o por sostener
creencias distintas, así como por su orientación sexual o su forma de vida es
intolerable que sea sostenida con fondos públicos de la ciudadanía. Un
estado que se pretende democrático no puede financiar actitudes
discriminatorias de este tipo.
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