30 de abril de 2013

Fondos públicos para ....



En esta sociedad occidental y en nuestra propia educación hemos de erradicar el relativismo mal entendido: aquel que no es capaz de discernir entre diferencia y desigualdad. Hemos de celebrar las diferencias entre las personas (de sexo, de creencias y convicciones, de cultura, de aspecto físico, de carácter, de capacidades, de inclinación sexual) todas ellas legítimas. La convivencia en el respeto a la diferencia es muestra inequívoca del nivel de desarrollo moral de una sociedad, en tanto ejercicio de libertad y tolerancia que enriquece al colectivo. Las desigualdades, por el contrario, son intrínsecamente injustas en tanto que discriminación basada en prejuicios de pretendida superioridad.
 No deja de asombrarme cómo es posible que en el siglo XXI aceptemos, asumamos y acatemos las desigualdades dentro de nuestro propio sistema educativo. Los intentos de desprestigio de la educación pública mediante el ahogo de sus recursos materiales y humanos están siendo justificados por nuestros gobernantes por esta pretendida crisis que, cual cruel destino, a todos alcanza y nos invitan por igual a una estoica resignación; mientras tanto se favorece el proyecto privatizador de los servicios públicos y se expande la gestión privada de los centros educativos financiados con fondos públicos (los conciertos educativos), que en su gran mayoría son confesionales. Y este dato no es meramente estadístico. La intención es clara. Pero este giro de la educación pública promueve y consiente la desigualdad, pues en los centros concertados de la iglesia se discrimina en muchos sentidos, tanto en la selección del alumnado como en la selección del profesorado, que ha de “comulgar” con el ideario del centro. Esto atenta contra la propia libertad de conciencia de alumnos y profesores, vulnerando un derecho fundamental. ¡Y que esto sea promovido y financiado con los fondos públicos de un estado que se dice democrático y aconfesional!
 Me centraré en esta ocasión en la situación del docente arrancado de la posibilidad de trabajar en la enseñanza pública, dado el aumento tanto de horas al profesorado como del número de alumnos por clase, que entre sus muchas consecuencias conlleva la disminución de puestos docentes que habrán de ser requeridos -conste que el hecho de que no sean requeridos no quiere en ningún caso decir que no sean necesarios-. Este docente, cuando se acerca a los centros concertados, en su mayoría confesionales, en busca de un trabajo para el que se haya cualificado, tendrá que pasar pruebas varias ya no vinculadas a demostrar sus méritos académicos (tal como se precisa en todo proceso selectivo de oposición) sino a poner de manifiesto sus conocimientos y adhesión hacia una determinada ideología religiosa como es el  catolicismo o sus respectivas órdenes y congregaciones. Cuanto menos sorprende nuestra dejación a este respecto: si un docente quiere impartir clase en un centro en el que se practica una determinada pedagogía tiene que conocerla y estar familiarizado con su método propio de aprendizaje, pero que el requisito sea adscribirse o estar cercano a una determinada modalidad de creencia religiosa para impartir matemáticas, o lengua y literatura, no es en absoluto comparable.
 Lo que se pone en juego aquí no es el conocimiento y la práctica docente sino un derecho fundamental de la persona. Se buscan los datos que confirmen que uno ha sido formado en dicha ideología religiosa para poder tener alguna posibilidad de empleo: ya sea por ser antiguo alumno, o bien rastreando todos y cada uno de los centros en los que se ha estudiado, para inferir de esos datos el perfil que permita la criba; también se solicitan las antiguas recomendaciones, que lejos de reconocer el propio mérito vienen a fomentar el servilismo que exige, como contrapartida, una actitud de agradecimiento y lealtad por la oportunidad ofrecida;  o la nueva y última versión, haber recibido la pertinente formación para el profesorado en su vertiente religiosa. Respecto a las entrevistas de trabajo, muchas de las preguntas que se formulan para poder impartir enseñanza en un centro concertado confesional podemos calificarlas de inconstitucionales, en tanto vulneran la propia intimidad y son excusa para la discriminación laboral las cuestiones que habrían de permanecer en el ámbito del respeto a la privacidad y la libre elección personal. Toda forma de discriminación a los docentes por sus convicciones o por sostener creencias distintas, así como por su orientación sexual o su forma de vida es intolerable que sea sostenida con fondos públicos de la ciudadanía. Un estado que se pretende democrático no puede financiar actitudes discriminatorias de este tipo.

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